lunes, 15 de septiembre de 2008

Por una universidad publica y gratuita

Diario Crítica
Política
CONTRATAPA
Universitarias

Doy clases en aulas espantosas, sin calefacción
ni ventilación; con sueldos de miseria y a pesar de todo
es la UBA: la segunda o tercera universidad de América
Latina y de las más prestigiosas del mundo.

Por Pablo Alabarces.

14.09.2008

Después de seis meses de contratapas de lunes,
es oportuno confesar algo:
no soy periodista, aunque lo haya querido ser. Cuando
terminé la secundaria, en plena dictadura, no había carrera
de Comunicación Social en la UBA; había que recurrir a
dudosas escuelas de periodismo, y estudiar Letras era una
opción para los que queríamos despuntar el vicio. Luego,
claro, la crítica literaria te hacía olvidar la literatura
y en las redacciones le echaban flit a todo lo que sonara
universitario. Otros tiempos, otras costumbres. De modo que
estudié Letras, y por una serie de azares terminé
doctorándome en Sociología. Y entonces y antes y
después vino la posibilidad de escribir en diarios y
revistas, vicio que cultivo desde un lejano 1986 en el
olvidado diario Tiempo Argentino.

Queda aquí develado el misterio que aqueja a
algunos comentaristas de la web de este diario: no soy
periodista sino columnista. El pacto es escribir de lo que
sé y de lo que investigo, que es la cultura popular y
la de masas y la otra –porque uno no estudia Letras para
luego fingir que la cumbia y Tinelli y el aguante son el centro
del universo–. Pero vivo de otra cosa: vivo, misteriosamente,
de la Universidad y de la investigación y el Conicet, donde soy
investigador en sociología de la cultura. Tengo veintitrés años
ininterrumpidos de profesor. Y no hay en ellos ninguna
resignación: sigo creyendo que este oficio –enseñar e
investigar– es una de las mejores cosas que me pudieron haber
pasado. Escribir estas contratapas es un complemento feliz;
enseñar, investigar y luego contar y discutir, a veces con más
éxito, lo que producimos en la universidad. Es cumplir a
la vez el berretín adolescente del periodismo y el objetivo
crucial de los que trabajamos en las ciencias sociales,
que no es otra cosa que ayudar a cambiar una sociedad
que nos conforma tan poco –por no decir nada–.

Los recientes y presentes e inacabados sucesos en torno
de la UBA no me
son, entonces, indiferentes. No me puedo poner en crítico distanciado,
porque doy clase e investigo y además soy parte del gobierno de la
Facultad de Ciencias Sociales, la más damnificada, la que está hoy en el
candelero. Doy clase en aulas espantosas, sin calefacción ni ventilación;
los techos no se caen, pero pareciera que podrían hacerlo; no se pueden
nombrar nuevos profesores, porque no les pagarían –todavía hay varios que
no lo han conseguido jamás–; hemos armado un posgrado de lujo, entre
gratis y muy barato, pero no recibimos un solo peso para solventarlo y así
hacerlo gratuito, como es en Brasil, sin ir más lejos; los empleados
administrativos ganan miserias y son muchos menos de los necesarios –y
puedo afirmar, porque dirijo hace casi cinco años una oficina
universitaria, que no se trata de ñoquis ni de nada por el estilo–. Los
compañeros y compañeras que trabajan conmigo en la cátedra arañan los $600
mensuales, y se matan para dar clases espléndidas, dignas de admiración y
respeto por sus estudiantes (que los adoran). Pero lo deben hacer muchas
veces y en muchos lados, para así armar sueldos decentes.

Y a pesar de todo eso, la UBA sigue siendo la segunda o tercera
universidad de América Latina y una de las más prestigiosas del mundo, la
que produce un porcentaje abrumador de toda la ciencia argentina. Los
responsables de las universidades extranjeras no leen encuestas berretas,
sino que se limitan a tributar el respeto que la UBA se ha ganado por la
calidad de sus graduados y del conocimiento que genera. Un verdadero
milagro, que el esfuerzo de las sucesivas autoridades políticas por
desfinanciarla no ha conseguido destruir. El milagro consiste en el
orgullo tenaz de saberse parte de una tradición democrática inaudita:
somos el único país del continente donde un hijo de las clases populares
podía llegar a doctorarse en su universidad pública, gratuita y
cogobernada. Una tradición democrática que tiene las dificultades propias
de la lucha política –que la vuelven conflictiva, pero también más
democrática que varias provincias sofocadas por el feudalismo–; y una
tradición de autonomía que también garantiza que la producción científica
sea minuciosamente independiente, solo deudora del rigor científico
pongámoslo así: ni le pedimos permiso a Clarín, ni le debemos pleitesía
al PJ o a Macri–.

Con poca plata –las cifras necesarias son ridículas para el superávit
fiscal y la recaudación impositiva– todos los problemas se resuelven. La
movilización de docentes y estudiantes garantiza que nadie se la robe:
será necesariamente plata bien usada. La pregunta del millón es, entonces,
si la universidad pública, uno de los grandes orgullos de este país, le
importa algo a este Gobierno. Y a toda la sociedad, que critica los paros
y las marchas hasta que llega el día de la graduación de sus hijos e
hijas. Ese día, entonces sí, se emocionan recordando al abuelo analfabeto.
Me pareció interesante compartir con ustedes este texto,
que refleja la realidad de nuestra UNIVERSIDAD DE BUENOS
AIRES.
Luchemos por lo que merecemos, lo dice una humilde
blogger que aunque en este momento no esté circulando
por los pasillos de la universidad algún día lo volverá
a hacer...


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